Apetito 64.

 Cuando pienso en mis compañeros de arte, pienso en un jardín de párvulos en el momento del recreo, uno sentado junto al otro pero no jugando juntos sino cada uno por su lado, ni el hecho de pertenecer a una misma generación, la X, hace de ellos un grupo homogéneo. Para mí la generación era un tema importante, pero lo cierto es que éramos pocos los que íbamos a la universidad con prendas propias de las tribus urbanas, de hecho parecía no importar. Ni el hecho de ser Uniandinos, aparecer por el campito o compartir el recuerdo de la cabra no los hacía parecidos a los demás estudiantes de la universidad. Cada uno con sus ideas, y su carácter. El mercadeo tampoco los hacía reaccionar, aquí no hubo ningún Andy Warhol, muy lejos del arte y sus aplicaciones en la publicidad. Habían algunas situaciones que nos unían, algunas provocadas por mí, provoqué un incendio y una inundación en dos proyectos de arte que presenté, pero de resto, la facultad seguía con su normalidad de experimentación con materiales y mucho tiempo pensando en las propuestas. La del lugar era una pedagogía de resolver casos en los que nos decían, resuelva esta pintura sin utilizar el color azul, o haga una obra únicamente en blanco y negro, o con materiales encontrados. El problema de la originalidad tenía que ser resuelto, ninguna obra podía parecerse a la otra, se promovía el pensamiento independiente y divergente. Y mientras nos devanábamos los sesos haciendo eso, ahí iba nuevamente el accidente, esa vez fué el maestro Pertúz que quemó sus alas de ángel de utilería durante un nuevo proyecto de clase.

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